ROSA MONTERO 11/03/2008
Hace un par de semanas, un iraní de setenta años fue condenado a treinta latigazos y cuatro meses de cárcel por pasear a su perro. Se le acusó de desorden público: en Irán está prohibido sacar a la calle a los perros porque el Islam los considera animales impuros.
Un inteligente diplomático español me dijo tiempo atrás que, cuando llegaba a un nuevo país, se fijaba en dos cosas para hacerse una primera idea del nivel de desarrollo económico del lugar: la cantidad de pintura que tenían las carreteras y el estado de la dentadura de los ciudadanos. Me pareció una observación muy atinada. Pero el desarrollo económico no siempre va de la mano con el desarrollo de las libertades, y fue a la lúcida intelectual marroquí Fátima Mernissi a quien escuché decir por primera vez, hace muchos años, que uno de los más exactos indicios del nivel de democracia de una sociedad era la manera en que trataba a sus mujeres. Tenía toda la razón, y hoy su afirmación es una obviedad comúnmente admitida.
Pues bien, yo querría añadir otro indicador del desarrollo de un pueblo y de su nivel de civilidad: la manera en que trata a sus animales. Hay una estrecha relación entre el respeto hacia las personas y el respeto hacia las bestias. La contención de la violencia y la protección del débil y el distinto son valores propios del progreso, rasgos esenciales del avance democrático que protegen tanto a los individuos como a los animales. Son principios éticos generales y no pueden tener excepciones, de la misma manera que la Declaración de los Derechos del Hombre dieciochesca no fue realmente válida hasta que no englobó también los derechos de la mujer. Por eso no es de extrañar que el fundamentalismo iraní prohíba sacar perros y azote ancianos, porque pisotea salvajemente todos los derechos de sus ciudadanos.
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