sábado, febrero 21, 2009

viernes, febrero 20, 2009

Ira civil, Maruja Torres

"Cuando era niño me gustaba la caza. Un día maté una perdiz. Y me curé. No he olvidado su agonía, cómo por mi culpa se extinguió una vida". El hombre hizo una pausa y prosiguió, con los ojos clavados en el camino: "Pensará usted que a qué viene que un taxista le cuente estas cosas, que lo mío es permanecer callado. Pero la he oído comentar ese asunto con su amiga, y no puedo dejar de meterme. Perdóneme, pero no tengo con quién hablar. Mis hijos van a lo suyo, la gente, en general, dice sí o no, y pasa a otra cosa. ¿Nadie se da cuenta? No es sólo la cacería, todos esos hermosos ciervos muertos, esos pomposos cazadores indiferentes al dolor que han causado, al paisaje que han roto. Me pregunto qué es lo que nos pasa. La indiferencia. La superioridad. ¿Quién nos creemos que somos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Mejor dicho, ¿por qué no salimos de lo peor que somos? Perdóneme, estoy indignado".

Le dije que era un honor para nosotras hablar con él, que tiene razón y que somos bastantes los que compartimos su indignación, su ira ante la arrogancia y la indiferencia.

No ira como para salir a liquidar vidas. Ira civil.

"¿Ha visto la película The Queen?", continuó el hombre, más calmado. "¿Recuerda el momento en que la mujer y el ciervo se miran, de reina a rey?".

Asentí, sin poder evitar un añadido maléfico: "Bueno, los reyes de dos patas, incluido el nuestro, cazan mucho. Parece que ninguno de ellos haya llorado en su niñez, en el cine, por la muerte del padre de Bambi".

Sonrió el hombre por primera vez, pero con tristeza.

"¿Tiene usted alguna afición que le dé un poco de sosiego?", inquirí. "Mis flores. Cultivo flores".

Ojalá le consuelen.

Desaliento - Rosa Montero

Hace una semana terminó la temporada de caza con galgo y empezaron las matanzas habituales, los bosques espectrales adornados con el fruto atroz de los perros ahorcados. A veces me entra un desaliento abrumador, un cansancio infinito de ser de este país. De una sociedad bruta e incivil sin tradición en el respeto a los seres vivos. Miren por ejemplo lo que sucede en el Metro de Madrid: El Refugio ha denunciado que los perros utilizados en la seguridad son duramente maltratados. Y lo peor es que muchos maltratadores ni siquiera creen serlo porque no perciben el sufrimiento del animal: así de primitivos y de crueles son. Ese mismo sustrato de insensibilidad hace que el PSOE incumpla descaradamente una promesa electoral sin que pase nada. Porque se comprometieron a elaborar una ley marco de protección animal, pero el Gobierno acaba de declarar que no la hará y que las competencias son de las autonomías (se han presentado 1.300.000 firmas en pro de la ley, pero se ve que les importa un pito).

Sí, es un desconsuelo ser de un país en el que los jueces y los ministros se van de cacería y se hacen petulantes fotos de matarifes. No hablo ya de las repercusiones políticas del encuentro, ni del problema que supondría aceptar, teniendo un cargo público, el supuesto regalo (de muchos miles de euros) de una montería, como decía el sábado un lector en una carta magnífica. Hablo simplemente del mal gusto social, del mal gusto moral, del mal ejemplo de esos prohombres de la patria rodeados de cadáveres (tremenda la foto de Garzón entre decenas de mansos ciervos alineados como los muertos de una masacre anónima); de unos tipos exultantes de sangre y abrazados con ufanía a la escopeta. Ésos no son los dirigentes que yo deseo para España. Pero ya ven, es que el país es así. Por desgracia, todo concuerda.

martes, febrero 17, 2009

Cacería, Manuel Vicent

Un ministro de Justicia de cualquier país, de cualquier ideología, con una escopeta o con un rifle de mira telescópica en la mano, apuntando a un ciervo, a un muflón, a un guarro, a un conejo o a una perdiz es una imagen que le deja a uno desarmado. Si encima ese ministro de Justicia es socialista y se deja fotografiar rodilla en tierra agarrado con orgullo a las cuernas de un venado, que exhibe un balazo en la frente, entonces esa estampa resulta tan grosera que no da otra opción que la de salir corriendo en dirección contraria.

Juntos, el ministro Bermejo y el juez Garzón han participado en varias cacerías. Puede que lucieran abrigos con fuelles en las axilas y una pluma en el sombrero, que desayunaran migas con chorizo en compadreo con el resto de la cuadrilla, que entonaran a coro la salve de los monteros antes de la matanza. Basta con este pavoneo para merecer la repulsa de gran parte de los ciudadanos, más allá de que trataran o no de apañar algún mejunje judicial entre animales muertos o de que ofrecieran, como membrillos, una baza política a la derecha.

Hay que imaginar al ministro de Justicia con el rifle cargado, bien apalancado en el puesto ante un venado, que se ha destapado entre unos arbustos. A través de la mira telescópica vislumbra en primer plano por un instante sus ojos de terciopelo, su belleza, su inocencia y, no obstante, frente a esa armonía de la naturaleza no duda en apretar el gatillo. Entre gran alborozo recibe la felicitación de los secretarios por ese tiro tan certero y luego marca la culata de la pieza ensangrentada con sus iniciales.

No posee un espíritu muy fino el ministro Bermejo si no es no es capaz de percibir que los ciervos que mata, miran antes la boca de su rifle llorando. Hay que imaginar también al juez Garzón ajusticiando con propia mano a unos venados, que han sido cebados entre alambradas sólo para que después unos señoritos de pelo ensortijado se den el gustazo de llenarles de plomo la barriga.

El ministro Bermejo y el juez Garzón, juntos o por separado, no deberían matar animales, porque el oficio tan delicado de hacer justicia no encaja en una afición tan violenta y antiestética. Es como ver al ministro de Sanidad totalmente borracho. Ése y no otro es el escándalo.